A la India en moto (3ª parte): La India a mis pies
- fareiventa
- 16 mar 2017
- 15 Min. de lectura
Ya estoy en India, el principio del fin
En el aeropuerto de Teherán facturo mi equipaje y pregunto por mi casco, que he de llevar para poder conducir la moto que alquilaré en India: me dicen que lo puedo llevar conmigo en el avión. Toca la hora de embarque y aquí fue el lamentable suceso con la policía iraní. Por primera vez sentí clavadas las miradas de desprecio de los policías hacia mí, una mujer. También por primera vez escuché con desprecio ¡Vete por la puerta para mujeres! y por primera vez también sentí el miedo de las iraníes cuando mostraba mi disconformidad con la mujer que me había roto el casco en el control de acceso; se acercaban a mí para intentar ayudarme mirando de reojo a la policía por si las reñía.
El caso es que mi casco, una vez roto, desapareció del control de acceso: -"estaba prohibido"- me decían ahora. La solución era facturarlo, pero no me dejaban salir, con lo cual estaba atrapada, a cinco minutos de embarcar ante la risa chulesca de la policía iraní. Intenté contactar con gerentes del aeropuerto pero las personas de información no ayudaban nada. Al final, un componente de la tripulación me cogió la bolsa, me dijo que fuera detrás de él, me facturó el equipaje con el casco en la línea de embarque y pude coger el avión que a punto estuve de perder.
Fueron momentos de mucha tensión y no olvidaré a las mujeres iraníes intentando ayudarme. La famosa expresión escuchada tantas veces a lo largo de mi viaje era muy cierta: “los gobiernos son unas cosa y nosotros otra” y sin duda, la policía era el reflejo de esa parte que a la población iraní no le gusta.
En el avión, despidiéndome de Irán, hacía un resumen de lo vivido en mis veinte días recorriendo el país persa y a pesar del problema del aeropuerto, pensaba una y otra vez que tenía que volver. Es un país que merece la pena, sus paisajes, sus desiertos, sus montañas, todo, pero sobre todo su gente. Delhi
Aterrizo en Nueva Delhi de madrugada, mi taxi me lleva al centro de la ciudad donde tengo el hotel. Mi primera impresión es la que preveía, gente durmiendo por las calles y montones de basura, lo había visto en muchas fotos, así que no me sorprendió, ni lo critiqué, no iba para juzgar nada, solo observar, con el alma abierta; esperando encontrar ese misticismo, espiritualidad y exotismo de India en el Rajasthan, región que quería visitar en moto.
En el hotel, el recepcionista está literalmente dormido y dice que no me deja entrar a la habitación, que si entro a las cuatro de la mañana tengo que pagar un día más… "Estoy cansada", pago el día y tras varios bostezos, caída de brazos y paseos detrás del mostrador, me indican el número, ducha rápida y a dormir.
Son las 10 de la mañana. En India me acompañará Berto, que llevaba tres años intentando ir para realizar un tour fotográfico y nunca le habían coincido las fechas, así que se ha sumado al viaje. Sentada en las escaleras del hotel espero su llegada, observando el incesante trajín de los tuc-tuc parándose a la puerta del hotel para ofrecerse a llevarme. Escucho el constante pitido de las calles, en India se pasan el día con la mano en el claxon, veo los coloridos saris de las mujeres y esa maraña de cables que cuelgan de cada esquina. Da la sensación de que en cualquier momento saltará por los aires aquella madeja que lleva la electricidad a los edificios de Delhi.
De repente me sorprende Alberto. Ya ha llegado y a pesar del cansancio decidimos aprovechar el día e irnos a ver la ciudad, después de un buen café en la cafetería al lado del hotel.
Durante dos días visitamos la urbe, dejándonos llevar sin más, lejos de guías turísticas o recomendaciones plasmadas en los folletos. Solamente caminábamos entre sus calles, o nos desplazábamos en los tuc-tuc de una zona a otra.
Lo de los tuc-tuc es digno de comentario, ya que el “taxímetro” que tienen, solo es para los locales. Así que es una constante negociación y a veces discusión. Si les dices que quieres ir a tal calle porque quieres, como en nuestro caso, alquilar motos, ellos te llevan por sistema a la tienda de un “friend”, que a lo mejor queda justo a la otra punta de la ciudad.
Delhi es una ciudad muy contaminada y saturada de tráfico, pero como van a velocidades muy bajas, la conducción no resulta problemática, tan solo te adaptas y todo fluye, eso sí ¡Imprescindible pitar!, creo que lo aprenden antes de meter la llave en el contacto.
Una de las cosas bonitas de esta ciudad majestuosa es la Puerta de la India, al fondo del Palacio Presidencial. Una calle, diría que la única limpia y ordenada, donde a su alrededor la gente vende cosas, pasea y los fotógrafos se pelean por hacer fotos a los visitantes a pesar de que casi todo el mundo tiene un móvil. El espectáculo de colores es maravilloso, con esa mezcla de saris, flores para las ofrendas a las diferentes divinidades y tuc-tuc. Las calles de Delhi en sí, ya son espectáculo. Sea cual sea el lugar por el que pasas, sus vacas por las calles comiendo plástico, las maniobras para atravesar de los peatones, las motos contadas a cientos, así como el incesante ruido de los millones de cláxones sonando a la vez, día y noche, sin descanso. es un cuadro.
Estamos ahora en Agrasen Ki Baoli, unos antiguos depósitos de agua que mucha gente visita; la sensación es de inmensidad, un precioso lugar que ha sido declarado monumento protegido por la ASI, (Servicio arqueológico de la India). Aunque tenía agua todo el año, ahora está seco y su pozo principal está lleno de excrementos de aves que habitan allí. Más tarde en Jadpur, nos encontraríamos con otro de estos “baolis” como se denominan en hindi.
De regreso, nos encontramos con un gran templo dentro del cual se veneran a muchas divinidades, cada cual diferente. Al entrar, tocar la campanilla forma parte del ritual, en el acceso principal te ponen el famoso “bindi”, ese elemento decorativo que se coloca en la frente a las mujeres para diferenciarlas de las solteras.
Una vez señalada en la frente, previo paso de la bandeja para depositar rupias, “el donativo”, siempre poco para ellos dejes lo que dejes, seguimos caminando por aquel enorme templo en mitad de Delhi, donde por cierto, vimos bendecir una moto recién estrenada.
Un “monje”, me indica que me acerque a un altar, me pasa unas plumas por todo el cuerpo varias veces para sacar fuera la mala energía y las rupias de mi cartera, porque esto también tenía un precio… Aunque después de pasar por diferentes altares, comencé a decir que ya no tenía dinero, momento en el cual, se terminaron mis rituales, pero seguí con mi paseo para visitar el lugar, que eso sí, hay que decir que era muy bonito, singular y con un agradable olor a incienso.
Al salir nos acercamos a un puesto donde venden amuletos, flores y toda clase de accesorios para ofrecer a los dioses; nosotros queremos unos colgantes y cuando nos dice el precio, un chico le riñe y le pregunta por qué nos cobra más de lo que valen, ¡turistas! responde, pero el chico le dice que no está bien eso de engañar a la gente.
Toca ir a probar un sari y como siempre, el del tuc-tuc te lleva a la tienda de su “friend”. La experiencia, eso sí, recomendable por divertida y singular, forma parte de un ritual en el que todo empieza por servirte una bebida y sentarte en una especie de alzado que tienen alrededor a los pies de donde almacenan libros en sentido inverso todos los saris, un espectáculo de color singular.
Berto, por su parte, se probó una especie de levita blanca ricamente bordada, aunque esta es más fácil de colocar.
Varias visitas a algunos templos y nos toca pensar en coger las motos para recorrer la polvorienta región del Rajasthan, de alguna forma, para mí, era el principio del fin, un sueño que está haciéndose realidad, una realidad creada por un sueño.
Ahora toca ir a la “calle de las motos”, Karol Bagh, miles de motos y cientos de negocios del ramo en la misma zona. Hemos encontrado uno, con el que tras una negociación previa, llegamos a un acuerdo y quedamos en recoger las motos a las siete de la mañana del día siguiente.
Hasta luego Delhi, nos vamos hacia el Rajasthan
Son las seis y media de la mañana, vestidos con la equipación motera y casco en mano, le indicamos al tuc-tuc el nombre de la calle a la que queremos ir. Nos dice que tiene un “friend” y que nos va a llevar allí para que nos haga un buen precio. Berto grita “No, nooo, no queremos un friend queremos ir aquí”. Por una vez entendió y nos llevaron justo enfrente del lugar; las motos se supone que listas y en perfecto estado de revisión, aunque ese mismo día se cayera un claxon, dejaran de funcionar las luces y hubiese que meter aceite al motor de la moto con la rueda delantera lisa... pero ¡es India!.
Atravesando Delhi, cogemos una especie de autovía de salida saturada de tráfico, que dejaríamos pronto para transitar por otras más tranquilas que nos llevarían a Jhunjhunu. En esta población queremos visitar el templo Rani Sati dedicado a “la prohibición del Sati”, práctica estrictamente prohibida en la actualidad en la que las mujeres al morirse su marido, se inmolaban voluntariamente y eran quemadas junto al difunto. Precisamente para recordar la prohibición, se erigió este templo de una gran belleza y colorido, con jardines muy cuidados donde hemos sentido paz y tranquilidad sentados en unos de los muchos bancos que hay alrededor.
La noche la queremos pasar en Mandawa Fort, un pequeño pueblo lleno de havelis, antiguas casas con patio que poseían los comerciantes adinerados, hoy habitados por la gente de a pie. Las havelis que visitamos aunque están abandonadas, dejan apreciar su opulento pasado: recordemos que la ruta de la seda pasaba por aquí. Mandawa Fort, es esa mezcla de melancolía india, rico pasado y dejadez presente, eso sí, con una extraordinaria luz y unas maravillosas vistas desde las azoteas. Sus calles, cada cual con edificios más bonitos dejados a merced del tiempo, transmiten esa nostalgia y a la vez entristecimiento.
Nos vamos a Bikaner
Llevamos pocos días de viaje, aún es pronto para hacerse una idea global, pero, algo en mi interior me pesa, no encuentro esa espiritualidad que esperaba.
Nuestro nuevo día, nos lleva a Bikaner, caminos complicados, muchas veces sin asfaltar y otros, como a lo largo de todo nuestro recorrido por el Rajasthan, salpicado de obras, a las que divertidamente indican como "diversión" y con lo que bromeamos mucho: siempre decimos “diversión equivale a rock and roll”.
Llegamos a un pueblo por un polvoriento camino, lleno de tierra, piedras y baches. En medio una enorme charca y frenamos. Nos reímos y esperamos a ver cómo pasan los locales en moto. Vemos que lo hacen por un camino lateral de arena, pues nosotros igual; al final lo único malo que te puede pasar es que te bañes entre lodo… Continuamos ruta y llega el momento de vías de tren y más rock… Las barreras de tren cerradas y las motos, cientos, se van ¡amontonando!. Sin ningún orden, empujón por aquí y por allá, de repente, se abre el paso. Al mal terreno ahora suma aquel montón de motos avanzando a la vez y esquivando el autobús que viene de frente: ¡complicado es poco!.
Nos encaminamos al templo de las 3000 ratas, que en realidad, sin saber muy bien el número exacto, nos dicen son unas veinte mil.
¿Por qué venerar a las ratas o kabbas en hindi?, pues porque Karni Mata, una mujer sabia que desapareció sin saber como a los 151 años de edad y considerada la reencarnación de la diosa Durga, pidió al dios Yama (Dios de la muerte hindú), que resucitara a su hijo ahogado y éste se negó. Fue tal la insistencia de Durga, que al final se lo concedió pero reencarnado en rata a él y a todos sus descendientes. Así que a partir de entonces, esto es un lugar sagrado donde habitan y al cual acuden miles de fieles para hacer sus ofrendas.
Una vez concluida esta visita nos metemos de lleno en la loca ciudad de Bikaner y creo, que es uno de los días que más nos hemos reído en India. En un cruce, otra famosa barrera de tren cerrada. Las motos se van “amontonando” y literalmente fue una salida a codazos. Recuerdo que un hombre me metió su brazo delante para frenar mi moto para pasar él y yo hice lo mismo, ¡codo y para adelante!...
Bikaner es una ciudad de las más sucias que visitamos, la más caótica, pero es interesante perderse por sus calles y pasear cerca del Fuerte Junagarth. A la mañana siguiente, emprendemos camino entre las callejuelas de la ciudad, esquivando vacas, cabras, gente, muchos tuc-tuc, agua que tiran de las ventanas (prefiero no imaginar lo que era), motos y más motos junto con basura; “el arte de esquivar” es la conducción en India.
Jaisalmer
Nos encaminamos a la ciudad dorada de la India, Jaisalmer, conocida así por estar construida con materiales procedentes de la arena del desierto del Thar.
De camino, como en cada trayecto, paramos en los múltiples chiringuitos que nos encontramos la comprar un poco de agua. La carretera, está salpicada de “diversión” y es como si la India estuviera inmersa en una obra continua.
El paisaje está salpicado de pequeñas cabañas de adobe y paja que parecen más de África que de India y como todas las carreterasde este país, saturadas de autobuses de claxon que te sacan el corazón por la boca y de la carretera también.
Jaisalmer nos sorprende a la entrada con su majestuoso fuerte que visitaríamos al día siguiente: el Fuerte de Jaisalmer.
Una vez más comienza la negociación para el precio del hotel, Estamos en una ciudad muy turística y los hoteles están al completo, así que nos piden por una habitación, que al principio tenían pero luego ya no pero que al final sí estaba libre, unos 120€. Es de lujo, según ellos, con aire acondicionado y unos sofás que se caían de viejos, así que con ese “sutil arte” de engañar al turista, me preguntan que si me interesa. Berto sacó su móvil y reservó otro hotel, que al cambio vino a ser unos 30 euros, mejor situado, y mejor hotel… Nos vamos con la idea de ser personal al que hay que sacarle todo lo que se pueda. Eso es una de las cosas que peor he llevado de la India. Entiendo que es un país de supervivencia, pero somos muchos los que tenemos esta nefasta sensación. Hablando con otros turistas, nos decían que “la India no había despertado su curiosidad por volver otra vez” y “a veces, hasta tenemos que enfadarnos porque te quieren cobrar siempre muy por encima del resto”, nos comentaban unas catalanas que recorrían el país con su mochila. Una pareja de franceses nos dijeron “no volveremos, estamos literalmente cansados de que te quieran engañar constantemente”...
Pero, sigamos con Jaisalmer, ciudad que nos sorprendió por su limpieza en las calles y su poco tráfico. Eso sí, detrás de la muralla estaba toda la basura acumulada... pero, a priori, por sorprendente que parezca, hizo que nos preguntáramos si seguíamos en India.
Uno de los placeres de la ciudad es el Lago Gadsisar, reserva de agua de lluvia construida hacia el año 1367, rodeado de peldaños y de templos repletos de peces gato considerados sagrados por los locales. Nos sentamos para observar, desde la tranquilidad, aquel paisaje de lujo y como siempre en India, empieza a llegar gente a ofrecerte, venderte…. ¡solo queríamos estar allí sentados tranquilamente!, creo que fue al tercero al que le dijimos, la palabra mágica “relax” y disfrutamos de un buen rato observando aquel lago de singular belleza.
Por la noche cenamos en un restaurante con vistas al fuerte, todo iluminado y con la espectacular despedida del sol que cada día ofrece India.
Paseamos por sus calles y he de reconocer, que no nos apetecía regresar al hotel: esta ciudad tiene un no sé qué, que engancha. Todos sus edificios están sinuosamente tallados, no hay una sola piedra en ellos que no tenga algún detalle grabado. Realmente es una ciudad que te atrapa y nos quedamos un día más entre aquellas calles llenas de comercios y con aquel encanto especial.
Jodhpur, la ciudad de los Pitufos
Maravillosa la ruta de hoy rodando por una especie de reserva natural, entre camellos, monos y hasta algún elefante que otro. Una sinuosa carretera con curvas muy bonitas, entre árboles, en una montaña de singular belleza con la que disfrutamos de lo lindo con nuestras motos.
Acabamos de pasar un pueblo y vemos un montón de camellos, así que pensamos que una foto allí sería un buen recuerdo. Metemos las motos por el arenal y un anciano se acerca, sacamos fotos, habla con nosotros y pensamos que nos está explicando algo acerca de la reserva, pero llegado el momento, “nuestro gozo en un pozo”. Lo que nos estaba diciendo es que quería que le pagásemos por hacernos las fotos con aquellos camellos, que ni sabemos si son de él, pero una vez más sentimos que esa “gentileza india” de la que nos hablaron tantas veces, tampoco la habíamos encontrado en aquel vetusto pastor.
Llegamos a Jodhpur, una ciudad donde la mayoría de las casas están pintadas de azul, debido a que antiguamente la clase pudiente las pintaba así como símbolo de distinción. Luego se convirtió en moda, por lo que cuando subes a la Fortaleza de Mehrangarh, la sensación es de tener parte del cielo en la tierra.
Nos ponemos en ruta, nos vamos a Udaipur, una ciudad que nos cautivo por su luz, por sus paseos, por su lago…
Udaipur
Aquel día, el azar nos llevó a un hotel con mucho encanto y cuyos balcones daban al Lago Pichola, uno de los lugares que más nos gustó de la India, un espectáculo de día, pero de noche es magia pura, con aquel contraste de luces en los edificios reflejadas en sus aguas... aquel día callejeamos hasta bien entrada la noche.
En un túnel que da acceso al hotel dejamos las motos aparcadas y nos cambiamos rápidamente, cansados pero felices por haber llegado: la carretera fue dura y se nos hizo un poco cuesta arriba. Después de la ducha de rigor, nos sentamos en aquellos ventanales con una cervecita para deleitarnos del espectáculo visual que tenemos delante, pensando en voz alta a los lugares tan maravillosos a los que se llega en moto.
Hay una zona de la ciudad donde la puesta de sol es admirada por mucha gente que se da cita allí para charlar, tocar la guitarra o simplemente hablar admirando la belleza singular de aquella luz que tiene India.
Pushkar, al fín encontré algo de lo que buscaba
Con el fresco de la mañana nos vamos hacia Pushkar. Conducir de noche en India es todo un deporte de riesgo, todos circulan con las largas, así que estás deseando que amanezca.
Berto pincha dos veces. La primera nos acercamos a un taller de los muchos que hay repartidos por caminos y carreteras del Rajastha: 100 rupias y todo listo para continuar viaje. La ruta es complicada por los polvorientos caminos; una moto con dos personas estuvo a punto de irse al suelo. Tenemos nuevamente pinchazo y unos chicos nos acercan a una especie de tendejón al lado de una autovía donde arreglan pinchazos. Nos dice que nos cobrarán 50 rupias y se va. Tenemos que cambiar la cámara y por suerte, llevamos una que sin desmontar la rueda nos cambian: 200 rupias… 50 es para los locales….
Pero, todo tiene su recompensa y en Pushkar, por primera vez, tengo la sensación de haber encontrado aquella espiritualidad india, ese misticismo del que tanto escuché hablar, aquello que tantas veces había leído.
El lugar es de los más descuidados, del hotel nada voy a decir, pero eso sí, sus vistas eran magníficas y desde su terraza pude ver a gente realizando sus ofrendas en el Lago Pushkar, un lugar de peregrinación, con verdadera vocación. Por la noche todo iluminado de velas y con las voces de aquellos cantos religiosos que no pararon de sonar el lugar, te sobrecogía y transportaba a otro estado.
Esa noche nos vamos pronto a dormir. Queríamos madrugar para ver el amanecer y no defraudó. Si algo tiene India, es su luz, su maravillosa luz, comparable tan solo, para mí, con la que pude ver en África.
Me sobrecogió ver a toda aquella gente, que se acercaba de todos los puntos de India en peregrinación, para realizar sus ofrendas; se bañan en sus aguas sagradas, algunas mujeres incluso lo hacen con el pecho descubierto, tiran flores, esas guirnaldas de flores que se venden en todas las esquinas, cogen agua entre sus manos y la dejan caer metódicamente; todo formaba parte de un bonito ritual que tenía lugar ante el sol que asomaba ya para recibir el nuevo día.
¡Había encontrado lo que se espera de India, lo que yo buscaba y anhelaba encontrar, un poco de espiritualidad!. Aquello sí era auténtico.
Jaipur, ciudad rosa de la India
En nuestras destartaladas motos arrancamos rumbo a Jaipur, también llamada ciudad rosa de la India por el color de sus edificios y por su majestuoso fuerte, el Fuerte de Amer, ubicado en una montaña de increíble belleza y rodeado de una inmensa muralla.
Nos gustaron mucho también los jardines del Char y aquel largo paseo por la calle comercial donde los escaparates cobran vida, sin vitrinas y al exterior en unas especies de terrazas que tienen las grandes tiendas. Es un jaleo de ciudad y estamos un poco agobiados por las continuas negociaciones para coger un tuc-tuc; sientes esa especie de “rabia” porque siempre te intentan cobrar dos, tres o cuatro veces más que al local de allí. ¡Alguien que se dedica al tema de turismo en India nos dijo que estaba quemada esta región del Rajasthan, que India estaba de capa caída, y no me extraña…
Agra y el Taj Mahal
Era la última etapa antes de regresar a Delhi, caminos difíciles y accesos complicados; hemos hecho off road encima de las basuras... Nuestro hotel, que habíamos reservado la noche anterior, estaba cerca del gran monumento de la UNESCO.
Estamos a unos pocos metros y tras haber dejado atrás una saturada ciudad por el tráfico, la policía no nos deja pasar. Insistimos para indicarles donde está nuestro hotel, pero nada, no hay forma y nos obligan a dar una gran vuelta para llegar a aquel hotel que tenemos allí delante; Berto se enfada y les dice que deberían de ayudar más a la gente… Al final entre callejuelas, llegamos al hotel. Queríamos un buen hotel para aquella noche y habíamos decidido pagar más por darnos el capricho… pero de las fotos a la realidad había un abismo. Nos quejamos, le enseñamos lo que habíamos contratado en Internet y una vez más la respuesta es ¡India es India!. Es la disculpa perfecta de siempre... Al final nos llevan a otro hotel y sí, esto ya es algo más parecido... Es la constante negociación del viajero en India.
El acceso al Taj Mahal, se hace complicado; no puedes pasar con mochila y las medidas de seguridad son extremas. Una vez dentro, a pesar del telón de contaminación de fondo, pudimos “admirar” el monumento construido por amor, grande, blanco, majestoso… Nos hacemos las fotos de rigor y nos sentamos en las escaleras. Frente a él, pienso, ¡mi sueño se ha cumplido!, ahora "solo" queda el regreso.
Fuente: motos.coches.net
Comments